El Tacón de aguja
Monografico.net es una Revista Cultural, Gratuita y Coleccionable que desde 1987 publica colaboraciones de reconocidos autores españoles e internacionales en los campos de Relatos Cortos, Historietas y Montajes Visuales siguiendo una línea editorial de humor y sátira. Los invito a mirar la web, y acá una muestra:
escrito por Juan Manuel de Prada
El inventor del tacón, Roger Vivier, fue el ultimo sacerdote de esa religión viril y un tanto tiránica que ha hecho del calzado femenino un objeto de adoración, una religión que ha tenido en los chinos a sus fieles mas fanáticos (enturbantaban los pies de sus hijas, en una practica bárbara que impedía su crecimiento), aunque también en Occidente haya contado con misioneros entusiastas, como el maestro Luís García Berlanga. El fetichismo del pie femenino, que incluye entre sus adeptos a genios de sensualidad enfermiza como Nabokov o Buñuel, adquirió carta de naturaleza literaria merced a la obra de Restif de la Bretonne, un polígrafo del siglo XVIII que escribió en catorce tomos una autobiografía en la que se entremezclan las estampas costumbristas con las menciones prolijas y copiosísimas a las extremidades inferiores de la mujer. Para Restif, el desencadenante del deseo masculino no es la esbeltez de una mujer, ni su opulencia más o menos desatada, ni su armonía fisonómica, ni -por supuesto- sus prendas morales, sino las proporciones de su pie y la elegancia de su calzado. Era tal su fijación que ni siquiera rehuyó el incesto con tal de satisfacer sus inclinaciones más pedestres o pedáneas: “La primera muchacha a la que acaricié, como consecuencia de mi afición a los zapatos bonitos, fue la mayor de mis hermanas pequeñas”, leemos, con estupor e hilaridad, en algún fragmento de sus memorias.
Pero ha sido en el siglo XX cuando esta veneración patológica hacia el calzado femenino ha alcanzado dimensiones de delirio, quizá porque el zapato simboliza la civilización (y lo que la civilización tiene de artificio), frente al encanto silvestre y natural del pie desnudo. Como un afán estéril y estético (valga la redundancia) de reprimir la naturaleza debe entenderse el culto al tacón de aguja, hoy casi erradicado o recluido en los reductos más turbios del subconsciente, pero hasta hace poco moda triunfante que dejó a varias generaciones de mujeres con los pies escocidos y averiados de por vida. En los años 50, llegó a publicarse en los Estados Unidos una revista de ingenua escabrosidad, Bizarre (hay reproducción facsímil en la editorial Taschen), en cuya section de “Cartas al director” los lectores (y lectoras) se despachaban a gusto, enumerando las cimas de placer que les proporcionaba su afición al cuero y el tafilete. El editor de Bizarre llegó a demostrar con cálculos pitagóricos la exacta adecuación del pie femenino a un zapato con seis pulgadas (!quince centímetros!) de tacón. Semejante monstruosidad exigía a la usuaria forzar la curvatura del empeine y caminar casi de puntillas.
Yo creo que el tacón de aguja ha sido el más importante avance arquitectónico desde la invención del arco de medio punto: siempre me ha causado pasmo (y otros sentimientos menos confesables) contemplar las fotografías de mujeres que pasean en un equilibrio impertérrito, encaramadas en unos zapatos inverosímiles, como aves zancudas ensimismadas en su belleza. El tacón de aguja mejora estéticamente a la mujer, alargando sus piernas y haciéndolas más esbeltas, a la vez que empequeñece sus pies (nuestra tradición cultural ha querido que un pie grande sea síntoma de vulgaridad), pero, como todo invento masculino que se precie, la cosifica y le resta libertad. Esta faceta represora del tacón de aguja fue descubierta un día por la mujer, y desde entonces el calzado femenino ha ido perdiendo altura, en un proceso paralelo a la equiparación de sexos.
Así las cosas, los devotos del zapato de tacón languidecemos y nos consumimos de melancolía, rememorando aquellos tiempos en que las mujeres disfrazaban su estatura incorporando centímetros desde la base. Hoy, los zapatos de tacón se han convertido en una excentricidad de guardarropía, un esnobismo enterrado en el baúl de los recuerdos que sólo recupera su vigencia en las fiestas un poco retros y en las dramaturgias sadomasoquistas. A los devotos del zapato de tacón ya sólo nos queda el beneficio de la nostalgia o el consuelo de la perversión secreta, y a veces ni eso, porque los vicios cuestan demasiado caros y tampoco es plan fundirse los ahorros en extravagancias. Pero la naturaleza humana no puede sobrevivir sin tiranías, y las mujeres, que, en un gesto de paladina arrogancia, desterraron de su vestuario los zapatos de tacón, como antes habían desterrado los polisones y las fajas y los corsés que contenían el gozoso temblor de sus canes, se han inventado otras servidumbres menos inofensivas que añaden rigidez a sus cuerpos. Han abolido los zapatos de tacón, pero se entregan con frenesí a las prótesis de silicona y a los andamiajes quirúrgicos, en una demostración de que las tiranías ni se crean ni se destruyen, sólo se transforman. Pero donde estén unos zapatos de tacón, que se quiten todas las cirugías del mundo, sobre todo para los fetichistas declarados e irredentos que, como el maestro Berlanga, seguimos pensando que vestir a una mujer es infinitamente más excitante que desnudarla. Y esto no es machismo, sino veneración.